jueves, 3 de diciembre de 2009

¡Finalmente! Libro, CD y exposición con textos de Justino Blandón


La noche de ayer, 2 de diciembre, se presentó en Barrio Amón el libro "La orquesta imposible", del escritor Jaime Gamboa, que incluye entre sus textos el "Ensayo sobre la vida de Justino Blandón", última obra escrita por nuestro fundador.


El libro de Gamboa se ramifica en otras expresiones artíticas: un CD en homenaje al Trío La Anexión, con 17 de las canciones que supuestamente formaron parte del repertorio de esta legendaria agrupación guanacasteca, y una exposición titulada "Notas insólitas", realizada por la Fundación Teorética, cuyo insumo principal son las teorías, bocetos y notas de nuestro multifacético Justino Blandón.

La actividad contó con la participación de los hermanos Fidel y Jaime Gamboa, así como de su tío Max Goldenberg y el percusionista Carlos Tapado Vargas, quienes interpretaron una quincena de canciones. En algún momento, se sumó a la agrupación el pianista Manuel Obregón, que no pudo resistirse a la tentación de tocar la Martimbotella, uno de los instrumentos predilectos de Blandón, recuperado por Teorética especialmente para la exposición "Notas insólitas".

Llamó particularmente la atención la obra musical del compositor Carlos Castro para cuatro instrumentos imposibles (incluyendo el clásico Güirongo y la Marimbotella), ejecutada simultáneamente en cuatro pantallas, en una sala de la exposición.

Acá en la Fundación Blandón queremos expresar nuestro agradecimiento a quienes se dedicaron durante meses a preparar estos materiales, en tanto constituyen una sólida contribución a la recuperación de nuestra memoria histórica. Esperamos que actividades como esta ayuden a preservar el legado de Justino Blandón y a darle a este refinado intelectual de barrio el lugar que se merece.

¡Larga vida a Blandón!... si es que vive aún.

jueves, 22 de octubre de 2009

El regreso del violín corneta de De Caro


Por Jorge H. Andrés (tomado del periódico La Nación, de Argentina, del 13 de febrero, 2006)

Julio De Caro no llegó a tocar nunca en Nueva York ni conoció ninguna de las salas de la órbita del Lincoln Center en que hubiera merecido hacerlo, pero la extraña especie de violín que lo identificaba y le sirvió para otorgar un sonido propio a la más exquisita transformación experimentada por el tango ha triunfado finalmente en ese ilustre complejo musical, no pulsada por el gran maestro, que murió en 1980, sino por el igualmente capaz Javier Casalla.

Según las crónicas, en el recital de tango electrónico ofrecido el penúltimo viernes por Gustavo Santaolalla y demás miembros de Bajofondo Tango Club en el Allen Room, uno de los flamantes auditorios de Jazz at Lincoln Center con lugar para seiscientos oyentes, el asombro de la noche no fueron los teclados, luces y videos ni la espectacular vista de Manhattan cuando al final elevaron el telón trasero, sino el discreto momento de sonidos acústicos del pasado que significó la participación de Casalla con el violín corneta que ha rescatado del olvido.

Sin que nadie lo advirtiera, ese instrumento ya figuraba en el tango a comienzos del siglo pasado, poco después que lo patentaran en Londres, ejecutado por Pepino Bonano en la orquesta de Juan Maglio, pero sólo alcanzó notoriedad y cierto perfil polémico cuando Julio De Caro comenzó a utilizarlo en 1925, no por encantamiento con su sonoridad o porque conviniera a la música distinta que empezaba a proponer su sexteto, sino por la urgencia de hacerse oír en las boîtes y grabar duras placas de acetato sin perder matices.

La potencia, anunciada como equivalente a la de tres Guarneris, era la única razón de existir de ese violín con megáfono metálico en vez de caja de madera, invención del alemán John Stroh a finales del siglo XIX para compensar las limitaciones técnicas de los discos primitivos. Una anomalía instrumental parecida a las que ahora inventan en broma Les Luthiers, limitada en materia de tonos y de sonido agresivo y raspante, pero imposible de pasar inadvertida.

La denominación comercial era Stroviol o Phonofiddle -lo de violín corneta se lo encajaron aquí con intención despectiva- y se trata de un legítimo instrumento de cuerdas, de resonancia atípica, pero imposible de confundir con algún bronce, que provocó una resistencia que De Caro desarticuló con el cuento de que la novedad era un regalo del inefable Eduardo de Windsor, que todavía iba a ser rey, aunque terminó reconociendo que se lo había impuesto un ingeniero norteamericano de la RCA Victor para favorecer su presencia en los discos.

* * *

Debe haber advertido que, además de concentrar la atención en su pequeña figura cuando lo empuñaba encima de un tablado, ese violín bastardo y combatido era la voz ideal para diferenciar el decisivo capítulo musical que comenzaba escribir junto con su hermano Francisco, Pedro Maffia, Pedro Laurenz, Armando Blasco y Manlio Francia, porque también lo usó fuera del estudio y continuó haciéndolo durante varios años, cuando ya no había necesidad de su potencia, porque las grabaciones eran eléctricas y se habían desarrollado equipos de amplificación para las actuaciones en vivo.

En un tango absolutamente nuevo y algo burlón, la combinación del violín tradicional con la sonoridad insolente del diseñado por Stroh fue decisiva para imponer el cambio y perpetuar su influencia hasta el día de hoy. Lo mismo, a mediados de la década del treinta, Julio De Caro volvió al violín de caja y enseguida se estancó artísticamente, no por eso sino porque, como todos los grandes innovadores, no dejó nada por innovar ni melodía que agregar a la formidable obra creada.

La deserción de su más notorio ejecutante no fue la causa, pero el Stroviol se dejó de producir en 1942 y, aunque ahora lo han reivindicado Tom Waits y Javier Casalla -cuyo único álbum es excelente-, la doble gloria de eso que se seguirá llamando violín corneta es la de haber sido el sonido protagónico de un gran período del tango -imposible imaginar "El monito", "Mala junta", "Boedo", "Berretín" o "La rayuela" sin él- y haber quedado como instrumento símbolo de una escuela, igual que la trompeta con campana que apuntaba al cielo, de Dizzy Gillespie, o la guitarra cuadrada de Bo Diddley.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Apuntes sobre el Trío La Anexión y las músicas del Guanacaste.


Por Justino Blandón

Uno de los errores más comunes, aún entre ciertos “eruditos”, consiste en restringir la música tradicional guanacasteca a una limitada serie de ritmos.

Como todas las artes vernáculas, las músicas del Guanacaste (así, en plural, para comenzar a desterrar de nuestro lenguaje el concepto de UNA música e ir incorporando la idea de un mosaico dispar de influencias) y sus expresiones poéticas, conforman un corpus ecléctico, por sus orígenes, por las épocas diversas en que han sido incorporadas a la tradición, así como por las temáticas que abordan.

Para el pueblo, actor y razón de ser de la tradición, esto no tiene nada de extraño. Ningún guanacasteco se asombraría si, en una presentación de la Marimba Orquesta Maribel -por poner un caso conocido- se sucedieran las cumbias y las rumbas, los sones tradicionales, boleros “pirateaos” y pasillos, sin tener que pedirle permiso a ningún crítico de música, ni a ningún profesor de medio pelo, para integrar estos ritmos y motivos a la tradición de la que son fieles representantes.

Un buen ejemplo de esta esencia dispar lo constituye el repertorio del enigmático Trío La Anexión. Pese a que la existencia misma de esta agrupación ha sido puesta en duda en no pocas ocasiones, su legado es indiscutible para muchos de nosotros. En dicho repertorio, tal y como lo consignan diversos autores (Zúñiga et al, 1996; Gamboa y Gamboa, trabajo inédito, 2008) encontramos materiales rítmicos tan diversos como sones de toros, mazurcas, valses, cumbias, rumbas y pasillos.

Si confiamos en estas recopilaciones y en la memoria de informantes como el incombustible Goyito Díaz, de Nicoya, encontraremos una profunda riqueza rítmico-temática. El son tradicional, a ritmo de contradanza, acoge la tradición:

Vengo a esta plaza de toros
con el ánimo de montar

a un toro muy resabido

que mucho se oye aclamar.


El ritmo y la temática (la monta de toros, el ruedo, la faena española a la usanza regional) se funden de una manera particular, que estalla en la parte B de la canción: tras la llamada del clarín se inicia la monta y con ella llega el son de toros, la heroica consumación del rito taurino. Esta secuencia (una contradanza seguida de un son de toros) es una de las más arraigadas en el Guanacaste.

El Trío La Anexión explora la contradanza solitaria, en su bien conservada fábula llamada Contradanza de los liberianos sin cabeza:

Entre todas las historias
hay una muy singular:
la de siete liberianos
que se hicieron a la mar.


Con dos ollas de fritanga
y ataos de tamal pisque

agarraron una panga

y bajaron el Tempisque.

La alusión a las comidas regionales, al propia noción del Tempisque como un brazo del mar que entra en la tierra (una visión muy propia de quienes viven en las márgenes de este imponente río), encuentra en este ritmo una cadencia conocida que le permite desarrollar una narrativa vernácula. En vez de narrar una corrida, la canción cuenta una fábula, de ahí que nunca llegue a explotar en el son de toros).

Pero quizá el aporte que más sorprende en el corpus musical del Trío La Anexión son sus incursiones en los ritmos tradicionales de origen “tropical”. Ritmos como la cumbia y la rumba están presentes en la provincia desde hace más de un siglo. Recordemos la presencia de varias colonias, especialmente una gran colonia cubana en la zona de La Mansión de Nicoya, de la que formó parte el propio Antonio Maceo, prócer de la independencia de esa isla caribeña. El Trío relata en su juguetona Rumba del Cadejos en La Habana una extraña aventura que involucra nada menos que a Maceo:

Así al fin, una mañana,
teniendo su Patria lejos,

el General y el Cadejos
se fueron para La Habana.


La leyenda nos relata

que su alegría fue tanta

que pasearon en volanta
rumbeándose a una mulata...


En una tónica similar, la famosa Cumbia de La Llorona explora una veta humorística también de larga tradición en Guanacaste. La adopción del ritmo resulta particularmente característica en el uso de la marimba (al igual que en la ejecución de la rumba), instrumento de origen africano que acá retorna a su fuente, incorporándose a la música caribeña. El tema, tratado con total desenfado, es de una raíz absolutamente regional:

Como al filo de las siete
a punta’e guaro y chirrite
del bar-salón El Guitite

salí hasta el seserete...


Así, pasando sin ningún reparo de la contradanza al son de toros, luego a la rumba y a la cumbia, el repertorio del Trío La Anexión nos devuelve un Guanacaste muchísimo más diverso del que se suele inventar en las academias josefinas. Guanacaste es más que “tambito” y “parrandera”. Es la sutileza de un pasillo, el lamento de un vals, el humor de la polca:

Sube que sube el chombo en el sandal,
maja la horqueta y espanta un panal

y como el rabo lo tiene carrasposo

toditas las avispas lo pican en el...

sube que sube el chombo en el sandal...


Dejando de lado la discusión sobre el carácter apócrifo de este repertorio, lo cierto es que existe, que forma parte de una tradición y que poco importa quién compuso estas canciones: el legado es del pueblo, actor y razón de ser del folclore. Y para ser consecuentes con esa tradición, nos despedimos con un son de toros, parte de las Coplas del Cusuco, una de las obras inéditas de este Trío La Anexión (que esperamos pronto salga a la luz):

Ya se va la cimarrona,
ya se va la espanta-perros

remontando aquellos cerros

hasta quedarse pelona.


domingo, 16 de agosto de 2009

¡A petición!: instrumentos para una orquesta imposible



Desde la publicación del último ensayo del maestro Blandón, hemos recibido infinidad de solicitudes de parte de sus ex-alumnos, para que subamos a este blog los bocetos de su famosa colección de instrumentos imposibles. A continuación algunos de ellos:

La Guitarreta, híbrido de guitarra y trompeta, construido siguiendo al detalle el diseño de Blandón, por el luthier Pedro Verdasco, en Montevideo. La genialidad estriba en que el instrumento realmente suena y permite al trompe-gutarrista acompañarse pulsando las cuerdas con la mano derecha mientras ejecuta las melodías soplando la boquilla y presionando los pistones superiores con la mano izquierda. El invento despertó especial interés de los ejecutantes de la música tradicional mexicana (mariachis), pues permitiría reducir el número de integrantes de sus agrupaciones prácticamente a la mitad.

La Ciclorneta en Fa, es una variante motriz de la guitarreta, sin caja de resonancia, pero que también permite cierto "acompañamiento", mediante el rítmico pedaleo de su ciclo central. Nuevamente Blandón resuelve un viejo problema de muchos instrumentos de viento, cual es el de la atrofiante inutilidad de una de las dos manos, que usualmente se debe resignar a sostener el instrumento. En este caso, la mano sobrante (la que no está colocada sobre los pistones) hace girar el pedal de la pieza giratorio-percusiva.

La Acordeorimba en La es uno de sus instrumentos más ingeniosos, destinado a revolucionar la ejecución de la música vernácula. El profesor Cupertino Acevedo logró interesar en la construcción del aparato a un representante de la fábrica de acordeones Hohnner y a don Elías Guardado, guatemalteco, refinado constructor de marimbas del municipio de Xelajú. El esfuerzo no se vio coronado por el éxito, pero ambos se deshicieron en elogios para Blandón y consideraron la acordeorimba un instrumento "casi mitológico"... el unicornio armónico de la música centroamericana.



Cerramos esta primera entrega con el célebre Maragot, un instrumento que sintetiza las agudas preocupaciones de Justino Blandón en torno a la ilógica separación entre música culta y música popular. El instrumento refleja su mar(a)cado interés por crear objetos culturales que hicieran tangible un espíritu de trascendencia más allá de las burdas barreras impuestas por la academia, la incomprensión y el espíritu de élite de algunos "sabios de gallinero", como les llamó repetidamente durante sus charlas. Blandón llegó a convencer al músico costarricense Carlos Castro (Grammy Latino en la categoría de música formal, 2008), quien compuso la única obra existente para este instrumento... inexistente: se trata de la Fantasía Concertante para Maragot y orquesta imaginaria, composición de alto vuelo, que aún espera ser estrenada.

domingo, 9 de agosto de 2009

Coplas absurdas y objetos imposibles.

Reflexiones inéditas de Justino Blandón en torno a lo que él llamaba “surrealismo vernáculo”.

“Ojos de perro velando iguana,
patas de gato con escarpín,
dedos de mono tejiendo lana...
¡aquí está tu muñeca!”
Anónimo

En la cultura tradicional de Guanacaste (y acaso en todas las culturas tradicionales), la presencia del absurdo, la invención descarrilada, el objeto sin objeto -es decir, sin utilidad desde el punto de vista racional-, la creación automática de versos y otras manifestaciones artísticas que encajan dentro de los cánones de los movimientos estéticos conocidos como “vanguardias”, no son los ejercicios bohemios de una generación sedienta de protagonismo, sino que son fruto de procedimientos ancestrales de creación artística, profundamente arraigados.

Coplas absurdas, automáticas, como la que encabeza este escrito no son excepcionales. Los ejemplos abundan en la tradición oral y echan por tierra todo lo que se ha dicho en los ámbitos académicos en torno a la supuesta “originalidad” del movimiento surrealista francés. En todo caso, su excepcionalidad encajaría más dentro de la definición patafísica de Jarry (Gestes et opinions du docteur Faustroll, pataphysicien. París, 1911), según la cual la excepción es la regla y no existe, en consecuencia, otra explicación que la imaginaria.

Sin haber leído a Jarry ni a Bretón, un campesino cualquiera disparó estas coplas, que han resistido la prueba del tiempo por obra, sin duda, de ningún otro factor más que la casualidad:

“Qué linda que va la luna,
redonda como un colchón.
Así está mi corazón
que parece una escopeta...”

Otro de los procedimientos robados por los surrealistas a la tradición popular es el de la creación de palabras. En su conocido decálogo de la escritura automática, Bretón recomienda: “ a la palabra que os parezca de origen sospechoso, poned una letra cualquiera, la letra l, por ejemplo, siempre la primera, y al imponer esta inicial a la palabra siguiente conseguiréis que de nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad” (Bretón, André. Manifiesto surrealista. París, 1924). Viejas canciones de la provincia, totalmente ajenas a la iluminada academia francesa, contienen párrafos como el que sigue:

“En Cañas Dulces siempre hay reprocítica
entre las personas de aquélla región,
nunca les falta comuniquistancia
y así viven todos en perfecta unión.”

Definidos por sus propios usuarios, estos neologismos tienen significados que evidencian procedimientos creativos aún más sofisticados que los del sabio francés. “Reprocítica” es la fusión de las palabras “reciprocidad” y “política”, mientras que el vocablo “comuniquistancia” sigue patrones de generación propios de lenguas germánicas, y significa literalmente “comunicación a la distancia”.

Con la misma claridad podemos observar el fenómeno en otras artes populares, en la artesanía y en la creación de objetos de uso común, como el “risfle de diesel”, escuchado de boca de un niño agricultor nicoyano en los años 60, o la “guitarreta”, una combinación de guitarra y trompeta, encontrada entre los objetos del profesor Saturnino Valle, en la comunidad de Juan Díaz.

(Hasta aquí el artículo del profesor Blandón, sin embargo nos ha parecido importante complementar este último párrafo de su artículo con algunos ejemplos. Dentro del vanguardismo europeo, el mayor representante de esta corriente es Jacques Carelman: http://www.cienaniosdeperdon.com.ar/io/index1.htm . Sobre las objetos e instrumentos vernáculos costarricenses mencionados por Blandón en este y otro ensayo, que publicaremos próximamente, no encontramos ninguna referencia en Internet, pero pueden resultar ilustrativos los trabajos de varios latinoamericanos, en especial los del ilustre maestro guatemalteco Joaquín Orellana: http://www.youtube.com/watch?v=ZFkXoD8KKlo ).


sábado, 8 de agosto de 2009

Un aporte inesperado

Tras la publicación del ensayo Importancia de la muerte, recibimos el siguiente correo de la estimable profesora Amanda Jarquín, amiga de don Justino Blandón, quien nos contó lo siguiente:

"No me lo vas a creer, pero allá por la segunda mitad de los 70, cuando circulaban en C.R. todo tipo de expatriad@s, exiliad@s, conspirador@s, y quienes eramos solidari@s con ell@s y además militantes disciplinad@s no podíamos siquiera pensar en relacionar una persona con otra, tuve ciertos contactos con una compañera que diz que era salvadoreña, guerrillera, que supuestamente estaba aquí recuperándose de situaciones de pérdida muy graves. Esta compa escribía unos sus poemas medio obsesivos sobre la muerte. Se llamaba Alfonsina Blandón. Yo siempre le sentí un acento más nica que salvadoreño. Y leyendo el ensayo de Justino sobre la importancia de la muerte, se me ocurre que Alfonsina (la verdad no sé si era su verdadero nombre), a lo mejor tuvo alguna relación con él. Qué se yo, tal vez era parienta o una enamorada... ¿Sabés algo al respecto?

Te estoy transcribiendo lo que conservo de un escrito de su puño y letra. Con tanta filosofía erudita como circula por los archivos de la Fundación Blandón, te diré que para mí la idea de muerte que se sustenta en lo de Alfonsina, es más certera. Es decir, la muerte vive con nosotros desde que nacemos, y un día de tantos, nos libera. Incluso prematuramente... Con todo respeto, los racionalistas que manosean desde la lógica la importancia de la muerte, ni siquiera se acercan a la sutileza de la relación Vida -Muerte, porque ignoran el mayor misterio de la existencia humana."

A continuación, el poema:

Desnuda

Crecida de mi propia sombra

aparece su sombra en el espejo

sentada sobre mi hombro izquierdo.

Está conmigo pero no me alcanza.

No todavía.

Sigue en el mismo sitio del verano elegido.

Sigue aguardando un cierto mes de marzo.

De espaldas al galope de las olas

al rumor del reflujo en las arenas

se ha ocupado por años en urdir

telares amarillos.

De vez en cuando agita el abanico

y deshila la organza de mi último traje.

Ahuyenta –le sacude- las algas

los corales, los trocitos de luna

el limo, los detritus

que se han ido adhiriendo

al encaje de espumas.

¿Es ella quien me sueña?

¿Es mi sueño el vaivén donde su sueño mece?

Si ella abriera los ojos de repente

si quien mi sueño sueña rompiera el sortilegio

si decidiera desertar despierta

si partiera a la sombra de una nueva quimera

acaso un vendabal, una tormenta

estallaría sobre mi cabeza

mientras el fuego interno me consume

la libertad me atrapa

y vuelo sin mortaja.

Mi último vestido

- el que debiera arder primero que mis huesos

el que me arroparía para volver al mar

a las aguas profundas

al recuerdo -

la Muerte se marchó

sin acabarlo.

miércoles, 5 de agosto de 2009

El trío La Anexión. Fantasmas en la historia musical vernácula de Guanacaste.


Este artículo del musicólogo cruceño Cupertino Acevedo pasa revista a una de las mayores pasiones en la obra de Justino Blandón: el misterio en torno al legendario Trío La Anexión.


“Mi vida que es apenas el bosquejo
de un dibujo que nunca se termina,
son retazos clavados con espinas
en acero sin alma, en oro viejo.”

Fragmento del Pasillo # 1, atribuido al Trío La Anexión

No cabe duda que una de las mayores obsesiones del ensayista Justino Blandón (Granada, 1952) gira en torno al nunca esclarecido caso del Trío La Anexión, una agrupación musical más cercana a la leyenda que a la Historia, fuente de numerosas especulaciones sobre el origen de varias decenas de canciones que han circulado por la provincia de Guanacaste, con el rango de piezas anónimas, durante los últimos cincuenta o sesenta años.

En varios estudios, Blandón hurga y lee entre líneas, en los testimonios de otros musicólogos, ancianos analfabetas, misioneros y otros personajes que relatan en su mayoría anécdotas vagas, o suministran pistas erráticas sobre las canciones en cuestión y sobre sus supuestos autores. Al analizar en frío estos testimonios concluimos que solo una mente lúcida, con importantes dosis de fantasía historiográfica, podría hilvanar algo coherente. Eso es precisamente lo que logró el Lic. Blandón en sus textos.

Entre sus ensayos sobre el tema, el más relevante se titula “El rastro de las ánimas vencidas: un ensayo imposible sobre el Trío La Anexión”. En él, Blandón coteja testimonios, vincula fuentes diversas, cuestiona hallazgos y deslinda lo real de lo ficticio, para concluir que, pese a la imposibilidad de establecer sin sombra de duda la existencia de la agrupación, así como su época exacta y su repertorio, resulta totalmente claro que ocurrió un fenómeno cultural relevante, que es posible seguir sus huellas hasta la solitaria comunidad de San Jacinto, y que el eco de las composiciones en la memoria popular es, de por sí, prueba concluyente de que el Trío La Anexión es mucho más que una leyenda.

Dejando de lado las dudosas pruebas documentales (en su mayoría referidas a “viejos cuadernos semi borrados” o “partituras casi ilegibles”), Blandón sostiene que el hecho cultural trasciende el documento y se instala en el campo de la oralidad, para alimentar una tradición viva, vigente y generadora de nuevas manifestaciones vernáculas. La pervivencia oral de tonadas, temas y nombres de canciones tales como la graciosa “Cumbia de la Llorona”, el filosófico “Pasillo # 1”, las alegres “Coplas del Cusuco”, la absurda “Rumba del Cadejos”, o la más absurda “Máquina con máquina”, al igual que la pequeña odisea criolla contenida en la “Contradanza de los liberianos sin cabeza”, no puede ser ignorada o condenada a la marginalidad solo por la ausencia de prueba documental en torno a su autoría. Para Blandón, la oralidad, la memoria pura, con todas sus fallas y laberintos, se convierte en prueba y da origen a un conocimiento de verdadera raíz vernácula.

Obviamente, en esta posición de Blandón se respira la influencia de un sinnúmero de autores (Busoni, 1975; o más recientemente: Ochoa Ángel, Las historias de vida: un balcón para leer lo social, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Antioquia, 1996-97, http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n5/hist.htm), historiadores de la cultura popular y defensores de la herramienta de la historia de vida como una fuente válida para construir un conocimiento histórico que se abre a la especulación y la creatividad, redefiniendo el canon de objetividad de la ciencia aplicada a la cultura.

El aporte de Blandón en este terreno es innegable y sus investigaciones en torno al enigmático Trío La Anexión son una buena demostración práctica de esta perspectiva metodológica. Esperamos que las nuevas generaciones de investigadores se atrevan a salir de la biblioteca, como hizo Blandón desde los años 70, para salir al encuentro de los fantasmas de nuestra cultura popular.

Cupertino Acevedo
La Cruz, Guanacaste, 1998.

martes, 4 de agosto de 2009

INFORME CONTRA NADIE


Esta carta, originalmente de carácter privado, fue publicada sin autorización por el periódico trotskista "Estrella Solitaria", en 1993. Dada la polémica que causó en su momento, el autor decidió incluirla en un libro de ensayos literarios que aún permanece inédito, omitiendo algunos párrafos de poca relevancia para personas ajenas a su círculo familiar.

Riga, 2 de diciembre, 1992.

Querido hijo,
Mientras espero el vuelo de Aeroflot que me llevará a Minsk, para luego tomar el tren hacia Brest-Litovsk, contemplo la primera gran nevada de este invierno y me pregunto por qué sigue sin funcionar la calefacción desde hace diez años, pese a que el mundo entero ya es otro. La última vez que estuve aquí, también por motivos laborales representando a una firma importadora de tractores soviéticos (ahora ex-soviéticos) gracias a mi buen dominio del ruso (ya te he contado muchas veces la historia de cómo un nica exiliado en Costa Rica aprendió a hablar ruso), vi a los soldados soportar afuera el frío polar sin moverse de sus puestos, con una tétrica mancha azul en la punta de la nariz, mientras adentro los funcionarios se calentaban (y me calentaban) con copas de una especie de coñac de Moldavia que ellos tenían en gran estima. Ahora la guardia se mantiene bien abrigada junto a una estufilla que afea el amplio salón principal del aeropuerto, sin que a nadie le importe mucho. Los funcionarios de entonces, ahora enganchados con el nuevo gobierno post-socialista, me enviaron el boleto y esperan mi arribo en Minsk. No hay quién me ofrezca un trago gratis y mis viáticos siguen siendo los de hace diez años.

Supongo que allá nada ha cambiado. La fábrica seguirá en las afueras de Brest, tras un hermoso bosque de árboles delgados y muy altos que se clavan en el cielo blanco, como retando al invierno. Les llaman berioshkas y conozco la traducción de su nombre al español, pero prefiero el nombre original porque me recuerda al de un grupo de danzas folclóricas rusas que vi en el Teatro Rubén Darío allá por el 73, con unos bailarines acrobáticos que bebían vodka en el escenario y giraban como perinolas sin caerse jamás. Después venían unas muchachas todas gemelas (o eso parecían), vestidas igual, con el mismo moño, la misma sonrisa pintada y los mismos cachetes rojos de matriuska flaca. Años después me iba a quedar petrificado en el Bolshoi, al darme cuenta de esa recurrente cualidad mimética de las bailarinas rusas, que traspasa los géneros coreográficos y le deja a uno la impresión de una bellísima pesadilla donde todas las bailarinas son duplicados, robots o muñecas animadas a distancia, sin alma propia.

...
Perdón, me distraje observando a una familia que pasó gritando a lo largo de la sala de abordaje. El hombre corría por delante, con unas zapatillas Lacoste nuevecitas y un sombrerito blanco de pensionado en la Riviera, que su solo la pericia de su mano mantuvo contiguo a su cabeza. Con la otra mano tiraba de una maleta rodante, que se elevaba del piso por momentos como si fuera a alzar vuelo. Tras él pujaba por alcanzarlo inútilmente una mujer joven, con un niño en brazos, sobre unos tacones de al menos dos pulgadas de alto. Elegante, pero con una sobriedad impuesta. No había nacido con esos tacones. El paso de la joven madre delataba un origen proletario, su “extracción de clase”, como decíamos antes. Su paso era de labradora, hija de labradores, de las que había asistido a la escuela con botas de campesina. Empacada ahora en un vestido gris oscuro de corte francés (quizás sí era un modelo Dior o algo así), montada en sus zanquitos Luis XV y, para colmo, estrenándose como portadora del bebé, la mujer tenía algo de Alicia recién aterrizada, persiguiendo a su liebre Lacoste sin saber por qué, en pleno invierno báltico.

Olvidé de qué te estaba hablando antes. Ah si: de que todo debe estar igual en Brest-Litovsk. No solo hablo de la fábrica. Te confieso que sobre todo pienso en las lápidas, Mijaíl. No sé si te lo había contado. Hace diez años me pregunto qué idea, qué tipo de delirio pudo llevar a los nazis, en 1942, a tapizar todas las calzadas de los parques y varias calles de la ciudad de Brest con las lápidas del cementerio judío. Me pregunto por qué no se contentaron con derruirlas, incendiarlas, machacarlas con todo y los huesos que guardaban. Habría sido suficiente escarnio, supongo. El delicado trabajo de desarraigar las lápidas y trasladarlas en calidad de adoquines, para rehacer con ellas las aceras, calles y pasos sobre la hierba alrededor de las plazas, me resulta un esfuerzo que supera en mucho la demolición de los templos aztecas durante la conquista de México. “Pisotearé tu nombre y tu memoria por los siglos de los siglos”, es el mensaje. Pero a la vez el acto de pisotear tiene la rara virtud de impedir el descanso, de mantener vigente el nombre, el signo, la lengua y el carácter del pueblo pisoteado. Al convertir la lápida en adoquín, el nazi, sin saberlo, celebra la inmortalidad del judío y lo instala para siempre en su paisaje. Para aquél que participó en el sacrilegio, el adoquín será una piedra en el zapato, testigo indeleble de la vileza de sus actos.

Están por toda la ciudad. A veces cuesta reconocerlas, pues el paso del tiempo y el tránsito de la gente les han borrado las inscripciones. Pero su forma permanece, cincuenta años después. Ignoro si ahora con la caída del socialismo y el retorno de tanto judío a las tierras de sus ancestros, alguien se dará a la tarea de recogerlas y, no sé, llevarlas a un museo, o comprar un terreno baldío y sembrarlas de nuevo, en homenaje a sus antiguos dueños. Tal vez piensen que es mejor dejarlas donde están, para que no se borre nunca el recuerdo del escarnio, y que las generaciones venideras sepan a qué conduce la fiebre del racismo. En mi humilde opinión, esta sería una actitud a la vez indecorosa y pueril, tan salvaje como la obra de ingeniería lapidaria de los nazis, y tendría el mismo efecto: el de mantener vivo el nombre, el signo, la lengua y el carácter del profanador.

La verdad, querido Mijaíl, es que no tenía necesidad de ir hasta Brest esta vez. Podía haberme evitado este gélido aeropuerto, entristecido por el lejano brillo de la estufa de los guardias, donde la poca gente que pasa luce ropas inauditas, que no le quedan para nada, que no van con el país ni con su historia, como personajes de otro cuento. Quería ver las berioshkas, lo confieso. El bosque entero con sus lanzas, como un ejército medieval que avanza sin moverse bajo la nevada, gritando nombres de Duques Lituanos. Quería caminar por el mismo sendero de hace diez años, y repetir el pensamiento de esa vez, repetir el recuerdo de las muñecas rusas, las duplicadas bailarinas de aquella velada del 73, en nuestro rojo Teatro de Managua, cuando todavía era propiedad de Somoza y uno tenía que ir de frac. Quería estar allí y mirar hacia arriba, ver cómo se clavaban en el cielo las copas de las berioshkas, mientras la ventisca decía sus vocales primitivas, dándome el grito de cien mil lanceros. Con los años uno a veces ya no quiere vivir, sino volver a vivir, recobrar los instantes que te han dejado una marca, un mojón, una lápida. Con los años uno a veces solo quiere recoger las cosas viejas, las que el tiempo pisoteó hasta el escarnio y repartió sin orden por ciudades, camas, oficinas, hospitales, salas de abordaje y calles a las que nunca pudo regresar.

La verdad es que estoy volviendo a Brest-Litovsk por las lápidas, por mi deuda con ellas. Porque al mirar esas lápidas judías, hace diez años, decidí que nunca iba a regresar a Nicaragua. Al verlas supe que no podía volver caminando sobre adoquines que me gritan, Mijaíl, sobre las lápidas de mis amigos, de mis hermanos y hermanas. No podía volver a una casa donde cada loza es la lápida de mi tata y mi mama. Allá decidí no ser ni un día más de los que se sientan a mirar la televisión mientras las almas insepultas de mil mártires todavía piden justicia.

Me encachimba, Mijaíl. Vos sabés. Pero me están llamando a abordar. Deseame suerte. Voy a echar esta carta en el correo en cuanto llegue a Minsk, que es una bella ciudad. Después te hablo de ella.

Y por favor olvidate de todo esto. No te dejés contaminar por toda esta rabia mal curada. Tenés veinte años, inventate una vida mejor que la mía.

Te quiere,
tu tata.

sábado, 1 de agosto de 2009

Un ensayo inédito

Justino Blandón escribió varios ensayos a mediados de la década de los años 90 del siglo pasado, al calor de una polémica académica en torno al tema de los epigramas funerarios en la cultura greco-latina. Publicamos con su permiso el primero de estos escritos, a continuación:

1.
Importancia de la muerte.

Hay de todo. Sé de ejércitos enteros que han desaparecido bajo la niebla en un desfiladero, sin que se escuchara un grito, sin dejar una rodela, un estandarte rasgado como huella de combate. Acerca del llanto de las familias de esos caídos tampoco se escribió un libro. Quizá se anotó en actas del Imperio la razón: “perdidas diez mil almas en el desfiladero, los pajes de palacio entregarán una medalla a cada viuda”. Luego, a finales de ese mismo milenio, una gran noticia habrá dado la vuelta al mundo conocido: “El Emperador murió anoche, se decreta luto por un siglo”, o algo así. Nunca se sabe qué tan lejos, qué tan hondo llegará la muerte, cuánto va a resonar. Menos aún sabremos si hay justicia detrás de las banderas a media asta y de los lazos negros en las ventanas de las oficinas públicas. Tampoco parece tener nada que ver el oficio, el cargo, el abolengo ni la casta, aunque hay tendencias. Es más probable que un entierro fastuoso, de carruajes negros y caballos enjaezados, sea el de un abogado o juez, que probablemente ejerció cargos legislativos, si no ejecutivos, de apellido clásico, castellano viejo y cuenta en divisas. Pero aún así hay que fijarse bien en el oficial de tránsito, que es, a fin de cuentas, quien decide qué tan valioso es el óbito que reposa en la urna del carruaje principal. El oficial, una persona seria y de imparcialidad probada, decidirá quién pasa primero, si el cortejo fúnebre que viene de este a oeste, por la avenida, o el cortejo mundano de chóferes agitados que transita de norte a sur, por la calle. Un sólo pitazo y una mano levantada pueden bajar de un plumazo al legislador de su curul y reducirlo a la posición de un tinterillo. Así es la muerte. Y ya el hombre no puede defenderse, ni quejarse, ni mover sus influencias y rectificar esta imperdonable falta de cortesía de un funcionario. Lo que queda es esperar la señal, entregarse al sueño y dejarse enterrar sin más comentarios. La verdad es que nada está escrito. Durante este último siglo varios emperadores han muerto sin pena ni gloria, olvidados, despojados, más allá del tiempo de sus báculos. Muertos hace rato como tales. Aquél Emperador chino (ah, la China había sido un Imperio, es cierto), Elvis, Garrincha. Dueños de un tiempo, despojados. La muerte entró por la ventana y se los llevó. Nada sucedió que fuera distinto de la operación de un matamoscas. Rápida y precisa. Y la mosca al piso y nada cambió, sólo que el mundo quedó por un instante más vacío (aunque, digámoslo, el mundo no se dio cuenta). Es el caso de muchos que murieron sin haber llegado en vida demasiado lejos, o al menos sin que sus contemporáneos supieran ver el continente que estos iluminados estaban descubriendo con sus actos, páginas o partituras. Pienso en Bach. Se fue sin mucho alarde. ¿Cuántos maestros de capilla habrán muerto en ese siglo?. La muerte de Bach debió ser la menos llorada. Cientos de años después, abolida su estética, en la fecha de su muerte los teatros se llenan de orlas y figuras, cantos y contracantos. Y Bach es un muerto múltiple, polifónico.

Parece entonces que la verdadera importancia de la muerte reside en que, al fin, llega. Si es que la puntualidad importa. Pero aún cuando llega y se planta frente a nosotros, su figura tampoco resulta muy clara. De la manera como más se le representa, con una hoz y una capucha, parece un monje campesino al que se le teme más por ignorancia. Debería dar lástima. Más inquietante es la calaca mejicana, catrina, burlona, comestible. Pero tampoco es temible. La calaca es una multitud de otras personas que están ahí, en cualquier parte, vivas, con sus caras de cadáveres jugando billar o llevando bandoleras. La más notable de ellas estaba en el Hotel del Prado, y su tiempo ya pasó. Como todos aquellos grandes muertos de los años treinta y cuarenta, ella también pasó a ser parte de un santoral intrascendente. Su valor ahora es de subasta, de colección. Inquieta porque evidencia lo perecedero de la muerte misma y su valor. ¿Otras muertes? No sé. El mundo está lleno de efigies. Rostros cadavéricos labrados en piedras de cualquier origen. No hay cultura que no haya tratado de representar ese estado de inacción de una manera particular. La mayoría de estas representaciones acuden a la calavera, o a figuras más abstractas basadas en ella. Es una manera irónica de evadir la pregunta “¿cuál es la cara de la muerte?”. Le damos nuestra propia cara despojada de carne. Nuestra cara interior, el hueso que nos sostiene. ¿Qué tiene que ver con la muerte? El cráneo es un hueso noble, servicial. El anónimo sostén de toda verdad y toda belleza. Lo hemos vilipendiado de todas las formas posibles, cuando en realidad él constituye la única parte de nosotros, la única región de la materia que nos compone que queda viva cuando ya hasta los gusanos nos han abandonado. El hueso es el último y final testimonio de la vida. ¿Por qué representar con él justamente lo contrario?. Es una forma abominable de confesarnos –una vez más- ignorantes. La verdad es que no sabemos cómo es la muerte, qué cara tiene, si sonríe o si hace una mueca cada vez que nos ve. Si la llevamos dentro como un bebé canguro o si ella nos contiene como una madre a la que, al final, volvemos. La verdad es que no sabemos ni queremos saber. Sólo especular, manejar teorías, inventar transformaciones seculares, reencarnar y transferir nuestra ignorancia a un conocimiento lúdico. La muerte, entonces, como tal, no existe. Sólo existe el juego, la manera burlona o sarcástica o malintencionada en que la hemos representado, dibujado, racionalizado y conjurado. No sabemos nada, entonces lo inventamos y somos felices. La muerte pierde toda posible importancia. Se puede especular sobre ella libremente. Es mero objeto de una gnoseología nauseabunda en la que todas las premisas huelen a literatura. Es un personaje de un cuento. El miedo que congela. El malo de la película. La sinrazón del villano, que lo justifica y lo condena. Es el anatema, la antítesis del Amor, la huesuda, la maligna, la que inyecta de sangre los ojos de la fiera. Sobre lo que no sabemos de la muerte se podría escribir un libro, un compendio de mentiras. La muerte nos importa tanto que nos hemos negado a conocerla. La gente que dice “yo vi a la muerte a los ojos” sólo vio su miedo. No podría contarlo. Y quizá sólo eso: nuestra certeza de que nunca hemos querido llegar hasta donde es posible mirarla, quizá sólo eso nos dé una vaga idea de la importancia de la muerte.

Solo entonces podríamos hacer afirmaciones basadas en algo parecido a una verdad. También podríamos entender por qué la importancia de la muerte no tiene nada que ver con la importancia del difunto, ni con qué hizo en vida aquel o aquella fulana. Y sabríamos comprender por qué las vidas vividas hace cientos de años pueden volver de repente, con toda la frondosidad de sus obras, sus inventos o sus trazos. Alegorías de la inmortalidad escogidas al azar por esas inexplicables preferencias de la historia, de los vivos de cierta edad. Esos vivos, nosotros, si es que en este momento los dos –vos y yo- lo estamos, somos, entonces, la única prueba de que la muerte existe. Y, en tanto existe, puede ser burlada, violada, transgredida y archivada por nosotros, para rehabilitar cuando nos plazca al muerto que más nos agrade, sin importar sus méritos, la forma como murió ni el lugar donde haya terminado. Podemos inmortalizar a quien nos dé la gana. Nuestros actos siempre anulan a la muerte, la dejan para otro día, le lanzan a la cara –si es que tiene una a fin de cuentas- su mediocre manera de matar a la gente, sin acabarla del todo, sin deshacer su memoria ni sus efectos personales, para bien o para mal. Hasta podemos grabar un disco con la voz de un muerto, hacer películas, ponerlo a actuar de nuevo, con otra voz y otros actores. Basta con pensar en alguien para que se acabe el espejismo. La muerte sólo se lleva las bolsas con los huesos. Un engaño total. Nuestros huesos se van con ella y nosotros nos quedamos. Y los huesos agradecen ese descanso. Sólo la muerte se queda sin nada, sola en su estado, madre de nada, con sus calaveritas y sus momias y sus pirámides abandonadas.

Las personas están en otra parte, vigorosas, mejor que nunca, llenas de electrones o de todas aquellas partículas que sólo conocen los que saben de física. Las almas siguen su fiesta en otro lado. En la rockola los muertos siguen cantando con alevosía. La importancia de la muerte, ya no importa. Déjenla vivir, que no hace nada. Sólo no vayan a majarla. Si la majan muerde. Muerde suave, casi nada. Un piquete. Y un líquido sin tiempo comienza a helarnos la sangre.