Esta carta, originalmente de carácter privado, fue publicada sin autorización por el periódico trotskista "Estrella Solitaria", en 1993. Dada la polémica que causó en su momento, el autor decidió incluirla en un libro de ensayos literarios que aún permanece inédito, omitiendo algunos párrafos de poca relevancia para personas ajenas a su círculo familiar.Riga, 2 de diciembre, 1992.
Querido hijo,
Mientras espero el vuelo de Aeroflot que me llevará a Minsk, para luego tomar el tren hacia Brest-Litovsk, contemplo la primera gran nevada de este invierno y me pregunto por qué sigue sin funcionar la calefacción desde hace diez años, pese a que el mundo entero ya es otro. La última vez que estuve aquí, también por motivos laborales representando a una firma importadora de tractores soviéticos (ahora ex-soviéticos) gracias a mi buen dominio del ruso (ya te he contado muchas veces la historia de cómo un nica exiliado en Costa Rica aprendió a hablar ruso), vi a los soldados soportar afuera el frío polar sin moverse de sus puestos, con una tétrica mancha azul en la punta de la nariz, mientras adentro los funcionarios se calentaban (y me calentaban) con copas de una especie de coñac de Moldavia que ellos tenían en gran estima. Ahora la guardia se mantiene bien abrigada junto a una estufilla que afea el amplio salón principal del aeropuerto, sin que a nadie le importe mucho. Los funcionarios de entonces, ahora enganchados con el nuevo gobierno post-socialista, me enviaron el boleto y esperan mi arribo en Minsk. No hay quién me ofrezca un trago gratis y mis viáticos siguen siendo los de hace diez años.
Supongo que allá nada ha cambiado. La fábrica seguirá en las afueras de Brest, tras un hermoso bosque de árboles delgados y muy altos que se clavan en el cielo blanco, como retando al invierno. Les llaman
berioshkas y conozco la traducción de su nombre al español, pero prefiero el nombre original porque me recuerda al de un grupo de danzas folclóricas rusas que vi en el Teatro Rubén Darío allá por el 73, con unos bailarines acrobáticos que bebían vodka en el escenario y giraban como perinolas sin caerse jamás. Después venían unas muchachas todas gemelas (o eso parecían), vestidas igual, con el mismo moño, la misma sonrisa pintada y los mismos cachetes rojos de
matriuska flaca. Años después me iba a quedar petrificado en el Bolshoi, al darme cuenta de esa recurrente cualidad mimética de las bailarinas rusas, que traspasa los géneros coreográficos y le deja a uno la impresión de una bellísima pesadilla donde todas las bailarinas son duplicados, robots o muñecas animadas a distancia, sin alma propia.
...
Perdón, me distraje observando a una familia que pasó gritando a lo largo de la sala de abordaje. El hombre corría por delante, con unas zapatillas
Lacoste nuevecitas y un sombrerito blanco de pensionado en la Riviera, que su solo la pericia de su mano mantuvo contiguo a su cabeza. Con la otra mano tiraba de una maleta rodante, que se elevaba del piso por momentos como si fuera a alzar vuelo. Tras él pujaba por alcanzarlo inútilmente una mujer joven, con un niño en brazos, sobre unos tacones de al menos dos pulgadas de alto. Elegante, pero con una sobriedad impuesta. No había nacido con esos tacones. El paso de la joven madre delataba un origen proletario, su “extracción de clase”, como decíamos antes. Su paso era de labradora, hija de labradores, de las que había asistido a la escuela con botas de campesina. Empacada ahora en un vestido gris oscuro de corte francés (quizás sí era un modelo
Dior o algo así), montada en sus zanquitos Luis XV y, para colmo, estrenándose como portadora del bebé, la mujer tenía algo de Alicia recién aterrizada, persiguiendo a su liebre
Lacoste sin saber por qué, en pleno invierno báltico.
Olvidé de qué te estaba hablando antes. Ah si: de que todo debe estar igual en Brest-Litovsk. No solo hablo de la fábrica. Te confieso que sobre todo pienso en las lápidas, Mijaíl. No sé si te lo había contado. Hace diez años me pregunto qué idea, qué tipo de delirio pudo llevar a los nazis, en 1942, a tapizar todas las calzadas de los parques y varias calles de la ciudad de Brest con las lápidas del cementerio judío. Me pregunto por qué no se contentaron con derruirlas, incendiarlas, machacarlas con todo y los huesos que guardaban. Habría sido suficiente escarnio, supongo. El delicado trabajo de desarraigar las lápidas y trasladarlas en calidad de adoquines, para rehacer con ellas las aceras, calles y pasos sobre la hierba alrededor de las plazas, me resulta un esfuerzo que supera en mucho la demolición de los templos aztecas durante la conquista de México. “Pisotearé tu nombre y tu memoria por los siglos de los siglos”, es el mensaje. Pero a la vez el acto de pisotear tiene la rara virtud de impedir el descanso, de mantener vigente el nombre, el signo, la lengua y el carácter del pueblo pisoteado. Al convertir la lápida en adoquín, el nazi, sin saberlo, celebra la inmortalidad del judío y lo instala para siempre en su paisaje. Para aquél que participó en el sacrilegio, el adoquín será una piedra en el zapato, testigo indeleble de la vileza de sus actos.
Están por toda la ciudad. A veces cuesta reconocerlas, pues el paso del tiempo y el tránsito de la gente les han borrado las inscripciones. Pero su forma permanece, cincuenta años después. Ignoro si ahora con la caída del socialismo y el retorno de tanto judío a las tierras de sus ancestros, alguien se dará a la tarea de recogerlas y, no sé, llevarlas a un museo, o comprar un terreno baldío y sembrarlas de nuevo, en homenaje a sus antiguos dueños. Tal vez piensen que es mejor dejarlas donde están, para que no se borre nunca el recuerdo del escarnio, y que las generaciones venideras sepan a qué conduce la fiebre del racismo. En mi humilde opinión, esta sería una actitud a la vez indecorosa y pueril, tan salvaje como la obra de ingeniería lapidaria de los nazis, y tendría el mismo efecto: el de mantener vivo el nombre, el signo, la lengua y el carácter del profanador.
La verdad, querido Mijaíl, es que no tenía necesidad de ir hasta Brest esta vez. Podía haberme evitado este gélido aeropuerto, entristecido por el lejano brillo de la estufa de los guardias, donde la poca gente que pasa luce ropas inauditas, que no le quedan para nada, que no van con el país ni con su historia, como personajes de otro cuento. Quería ver las
berioshkas, lo confieso. El bosque entero con sus lanzas, como un ejército medieval que avanza sin moverse bajo la nevada, gritando nombres de Duques Lituanos. Quería caminar por el mismo sendero de hace diez años, y repetir el pensamiento de esa vez, repetir el recuerdo de las muñecas rusas, las duplicadas bailarinas de aquella velada del 73, en nuestro rojo Teatro de Managua, cuando todavía era propiedad de Somoza y uno tenía que ir de frac. Quería estar allí y mirar hacia arriba, ver cómo se clavaban en el cielo las copas de las
berioshkas, mientras la ventisca decía sus vocales primitivas, dándome el grito de cien mil lanceros. Con los años uno a veces ya no quiere vivir, sino volver a vivir, recobrar los instantes que te han dejado una marca, un mojón, una lápida. Con los años uno a veces solo quiere recoger las cosas viejas, las que el tiempo pisoteó hasta el escarnio y repartió sin orden por ciudades, camas, oficinas, hospitales, salas de abordaje y calles a las que nunca pudo regresar.
La verdad es que estoy volviendo a Brest-Litovsk por las lápidas, por mi deuda con ellas. Porque al mirar esas lápidas judías, hace diez años, decidí que nunca iba a regresar a Nicaragua. Al verlas supe que no podía volver caminando sobre adoquines que me gritan, Mijaíl, sobre las lápidas de mis amigos, de mis hermanos y hermanas. No podía volver a una casa donde cada loza es la lápida de mi tata y mi mama. Allá decidí no ser ni un día más de los que se sientan a mirar la televisión mientras las almas insepultas de mil mártires todavía piden justicia.
Me encachimba, Mijaíl. Vos sabés. Pero me están llamando a abordar. Deseame suerte. Voy a echar esta carta en el correo en cuanto llegue a Minsk, que es una bella ciudad. Después te hablo de ella.
Y por favor olvidate de todo esto. No te dejés contaminar por toda esta rabia mal curada. Tenés veinte años, inventate una vida mejor que la mía.
Te quiere,
tu tata.