sábado, 1 de agosto de 2009

Un ensayo inédito

Justino Blandón escribió varios ensayos a mediados de la década de los años 90 del siglo pasado, al calor de una polémica académica en torno al tema de los epigramas funerarios en la cultura greco-latina. Publicamos con su permiso el primero de estos escritos, a continuación:

1.
Importancia de la muerte.

Hay de todo. Sé de ejércitos enteros que han desaparecido bajo la niebla en un desfiladero, sin que se escuchara un grito, sin dejar una rodela, un estandarte rasgado como huella de combate. Acerca del llanto de las familias de esos caídos tampoco se escribió un libro. Quizá se anotó en actas del Imperio la razón: “perdidas diez mil almas en el desfiladero, los pajes de palacio entregarán una medalla a cada viuda”. Luego, a finales de ese mismo milenio, una gran noticia habrá dado la vuelta al mundo conocido: “El Emperador murió anoche, se decreta luto por un siglo”, o algo así. Nunca se sabe qué tan lejos, qué tan hondo llegará la muerte, cuánto va a resonar. Menos aún sabremos si hay justicia detrás de las banderas a media asta y de los lazos negros en las ventanas de las oficinas públicas. Tampoco parece tener nada que ver el oficio, el cargo, el abolengo ni la casta, aunque hay tendencias. Es más probable que un entierro fastuoso, de carruajes negros y caballos enjaezados, sea el de un abogado o juez, que probablemente ejerció cargos legislativos, si no ejecutivos, de apellido clásico, castellano viejo y cuenta en divisas. Pero aún así hay que fijarse bien en el oficial de tránsito, que es, a fin de cuentas, quien decide qué tan valioso es el óbito que reposa en la urna del carruaje principal. El oficial, una persona seria y de imparcialidad probada, decidirá quién pasa primero, si el cortejo fúnebre que viene de este a oeste, por la avenida, o el cortejo mundano de chóferes agitados que transita de norte a sur, por la calle. Un sólo pitazo y una mano levantada pueden bajar de un plumazo al legislador de su curul y reducirlo a la posición de un tinterillo. Así es la muerte. Y ya el hombre no puede defenderse, ni quejarse, ni mover sus influencias y rectificar esta imperdonable falta de cortesía de un funcionario. Lo que queda es esperar la señal, entregarse al sueño y dejarse enterrar sin más comentarios. La verdad es que nada está escrito. Durante este último siglo varios emperadores han muerto sin pena ni gloria, olvidados, despojados, más allá del tiempo de sus báculos. Muertos hace rato como tales. Aquél Emperador chino (ah, la China había sido un Imperio, es cierto), Elvis, Garrincha. Dueños de un tiempo, despojados. La muerte entró por la ventana y se los llevó. Nada sucedió que fuera distinto de la operación de un matamoscas. Rápida y precisa. Y la mosca al piso y nada cambió, sólo que el mundo quedó por un instante más vacío (aunque, digámoslo, el mundo no se dio cuenta). Es el caso de muchos que murieron sin haber llegado en vida demasiado lejos, o al menos sin que sus contemporáneos supieran ver el continente que estos iluminados estaban descubriendo con sus actos, páginas o partituras. Pienso en Bach. Se fue sin mucho alarde. ¿Cuántos maestros de capilla habrán muerto en ese siglo?. La muerte de Bach debió ser la menos llorada. Cientos de años después, abolida su estética, en la fecha de su muerte los teatros se llenan de orlas y figuras, cantos y contracantos. Y Bach es un muerto múltiple, polifónico.

Parece entonces que la verdadera importancia de la muerte reside en que, al fin, llega. Si es que la puntualidad importa. Pero aún cuando llega y se planta frente a nosotros, su figura tampoco resulta muy clara. De la manera como más se le representa, con una hoz y una capucha, parece un monje campesino al que se le teme más por ignorancia. Debería dar lástima. Más inquietante es la calaca mejicana, catrina, burlona, comestible. Pero tampoco es temible. La calaca es una multitud de otras personas que están ahí, en cualquier parte, vivas, con sus caras de cadáveres jugando billar o llevando bandoleras. La más notable de ellas estaba en el Hotel del Prado, y su tiempo ya pasó. Como todos aquellos grandes muertos de los años treinta y cuarenta, ella también pasó a ser parte de un santoral intrascendente. Su valor ahora es de subasta, de colección. Inquieta porque evidencia lo perecedero de la muerte misma y su valor. ¿Otras muertes? No sé. El mundo está lleno de efigies. Rostros cadavéricos labrados en piedras de cualquier origen. No hay cultura que no haya tratado de representar ese estado de inacción de una manera particular. La mayoría de estas representaciones acuden a la calavera, o a figuras más abstractas basadas en ella. Es una manera irónica de evadir la pregunta “¿cuál es la cara de la muerte?”. Le damos nuestra propia cara despojada de carne. Nuestra cara interior, el hueso que nos sostiene. ¿Qué tiene que ver con la muerte? El cráneo es un hueso noble, servicial. El anónimo sostén de toda verdad y toda belleza. Lo hemos vilipendiado de todas las formas posibles, cuando en realidad él constituye la única parte de nosotros, la única región de la materia que nos compone que queda viva cuando ya hasta los gusanos nos han abandonado. El hueso es el último y final testimonio de la vida. ¿Por qué representar con él justamente lo contrario?. Es una forma abominable de confesarnos –una vez más- ignorantes. La verdad es que no sabemos cómo es la muerte, qué cara tiene, si sonríe o si hace una mueca cada vez que nos ve. Si la llevamos dentro como un bebé canguro o si ella nos contiene como una madre a la que, al final, volvemos. La verdad es que no sabemos ni queremos saber. Sólo especular, manejar teorías, inventar transformaciones seculares, reencarnar y transferir nuestra ignorancia a un conocimiento lúdico. La muerte, entonces, como tal, no existe. Sólo existe el juego, la manera burlona o sarcástica o malintencionada en que la hemos representado, dibujado, racionalizado y conjurado. No sabemos nada, entonces lo inventamos y somos felices. La muerte pierde toda posible importancia. Se puede especular sobre ella libremente. Es mero objeto de una gnoseología nauseabunda en la que todas las premisas huelen a literatura. Es un personaje de un cuento. El miedo que congela. El malo de la película. La sinrazón del villano, que lo justifica y lo condena. Es el anatema, la antítesis del Amor, la huesuda, la maligna, la que inyecta de sangre los ojos de la fiera. Sobre lo que no sabemos de la muerte se podría escribir un libro, un compendio de mentiras. La muerte nos importa tanto que nos hemos negado a conocerla. La gente que dice “yo vi a la muerte a los ojos” sólo vio su miedo. No podría contarlo. Y quizá sólo eso: nuestra certeza de que nunca hemos querido llegar hasta donde es posible mirarla, quizá sólo eso nos dé una vaga idea de la importancia de la muerte.

Solo entonces podríamos hacer afirmaciones basadas en algo parecido a una verdad. También podríamos entender por qué la importancia de la muerte no tiene nada que ver con la importancia del difunto, ni con qué hizo en vida aquel o aquella fulana. Y sabríamos comprender por qué las vidas vividas hace cientos de años pueden volver de repente, con toda la frondosidad de sus obras, sus inventos o sus trazos. Alegorías de la inmortalidad escogidas al azar por esas inexplicables preferencias de la historia, de los vivos de cierta edad. Esos vivos, nosotros, si es que en este momento los dos –vos y yo- lo estamos, somos, entonces, la única prueba de que la muerte existe. Y, en tanto existe, puede ser burlada, violada, transgredida y archivada por nosotros, para rehabilitar cuando nos plazca al muerto que más nos agrade, sin importar sus méritos, la forma como murió ni el lugar donde haya terminado. Podemos inmortalizar a quien nos dé la gana. Nuestros actos siempre anulan a la muerte, la dejan para otro día, le lanzan a la cara –si es que tiene una a fin de cuentas- su mediocre manera de matar a la gente, sin acabarla del todo, sin deshacer su memoria ni sus efectos personales, para bien o para mal. Hasta podemos grabar un disco con la voz de un muerto, hacer películas, ponerlo a actuar de nuevo, con otra voz y otros actores. Basta con pensar en alguien para que se acabe el espejismo. La muerte sólo se lleva las bolsas con los huesos. Un engaño total. Nuestros huesos se van con ella y nosotros nos quedamos. Y los huesos agradecen ese descanso. Sólo la muerte se queda sin nada, sola en su estado, madre de nada, con sus calaveritas y sus momias y sus pirámides abandonadas.

Las personas están en otra parte, vigorosas, mejor que nunca, llenas de electrones o de todas aquellas partículas que sólo conocen los que saben de física. Las almas siguen su fiesta en otro lado. En la rockola los muertos siguen cantando con alevosía. La importancia de la muerte, ya no importa. Déjenla vivir, que no hace nada. Sólo no vayan a majarla. Si la majan muerde. Muerde suave, casi nada. Un piquete. Y un líquido sin tiempo comienza a helarnos la sangre.

7 comentarios:

  1. Aunque podría estar de acuerdo con el autor, la verdad es que las inconsistencias metódológicas de su argumentación no pueden menos que causarme deasosiego. Si el SER en sí fuera uno con el SER "para nosotros" la muerte sería el fin y los recuerdos un pobre sucedáneo de lo que fue. En caso contrario el SER en sí podría enfrentar diversos caminos que han sido explorados desde la antigüedad por los más grandes cerebros de la metafísica a la par de los cuales el señor Blandón no es más que un pálido exégeta y un pedestre imitador.
    Podemos considerar la posibilidad de otra vida igual a esta siguiendo la ruta de Osiris. También podemos aceptar como válido nuestro retorno a la idea, algo mejor expresado por Plotino y que, sin embargo, se atribuye a su maestro. Podemos intentar la ruta escolástica por el limbo y la adoración infinita del rostro del creador o, incluso, la eterna transmigración de nuestras almas inmortales de hombre a perro, de perro a gusano, de gusano a mirlo, de mirlo a puma y así sucesivamente. Cualquiera de estas interpretaciones supera por razones éticas y estéticas la vileza de una humillante existencia posterior recluída en la deforme imagen que de nosotros puedan tener los entes que nos rodean y cuya existencia nuestro intelecto es incapaz de constatar.

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  2. ¿Pálido exégeta? ¿Pedestre imitador?...
    Cuánta falta hace difundir mejor la obra y el pensamiento de Justino Blandón, para evitar que gente poco avisada se deje decir majaderías semejantes.

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  3. Pocas personas conozco que hablen tan bellamente de la muerte. Aunque seguimos hablando de lo que no conocemos...

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Porque la muerte es vista como un fin en sì mismo,a veces el dolor de la pérdida puede convertirse en un sincero egoísmo,por reclamar a lo desconocido,por eso se le representa sí,en formas fácilmente reconocibles,para tener a dónde apuntar el dedo...porque es más difícil quedarse y no ser llevado a pesar de no saber bien por quién...

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  6. La muerte es lo que es. Es egoísta, es sin sentido, es necia, es obtusa, es negra (o es verde Blandón?), es bella y es solemne; algunas veces aprisiona a las almas pero siempre es liberadora de la que a fin de cuentas importa.

    Podría continuar mi diatriba pero no quisiera que la señora me encuentre en esta posición tan embarazosa, según el manual del Buen Morir no es aconsejable recibirla a estas horas de la noche y escribiendo tanta palabrería injuriosa en su contra...

    Al final, la muerte es y no es, todo depende de como se le vea...

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  7. Excelente comentario, Lau09. El debate sobre la presencia/ausencia de la muerte, el bien/mal morir y el papel liberador del fin, constituye uno de los ejes de la obra de Blandón. Pronto publicaremos otro ensayo, que relaciona la muerte con la forma literaria del soneto. Esperamos que detone nuevos comentarios de tu parte.

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